El cañón de un arma contra su cabeza. Esa fue la respuesta del extremista islámico del ISIS cuando Sana le rogó que permitiera a su marido y sus dos hijos conducir el autobús a un lugar seguro con ella. Lo que ella temía, ocurrió: nunca los volvió a ver. Historias de decapitaciones de cristianos por parte del ISIS como la de Sana se han silenciado por vergüenza y miedo. Ahora, una a una, salen a la luz enfatizando la necesidad continua de Centros de Esperanza.
Conocemos a Sana en su casa de Erbil, al norte de Irak. Parece cansada. De esperar, de los recuerdos continuos de las atrocidades que presenció. Sus emociones son casi nulas. El único momento en que se ve un atisbo de brillo en sus ojos es cuando habla de sus hijos: Tania, de 25 años, y sus dos hijos desaparecidos, Tony (nacido en 1994), «tranquilo y protector» e Issa (nacido en 2001), «mi pequeño ángel».
Como muchos supervivientes de las atrocidades del ISIS, Sana se ha guardado su historia para sí misma durante mucho tiempo. Por temor a las repercusiones sobre su marido y sus hijos. Pero hace poco su hija la ha estado animando a compartirla. Dijo: «no hay nada malo en hacerlo, ¡habla! Así que hablaré.»
«Puede que alguien sepa dónde están mis hijos y mi marido. Tengo esperanza.»
Sana nos enseña una foto hecha poco antes de que los extremistas islámicos del ISIS entraran en Qaraqosh, la ciudad donde vivía en ese momento: Sana, su marido Sabah y sus tres hijos posan en la foto delante de la iglesia. En medio, Sana está acariciando la cara de Issa. Es la última foto que tiene de su familia.
En junio de 2014 el grupo extremista ISIS había tomado Mosul, una ciudad cerca de Qarakosh. Y aunque atacó Qaraqosh en Julio, no logró hacerse con la ciudad. Cuando los extremistas volvieron a estar de nuevo cerca de la ciudad, en agosto, Sabah, el marido de Sana, estaba convencido de que ISIS volvería a fracasar en la toma de la ciudad. Así que, aunque la mayoría de las familias huyeron, también su hija Tania con su familia, Sana, su marido y sus dos hijos se quedaron en Qaraqosh.
«Ese era nuestro consuelo, tenernos los unos a los otros».
Llegaron la mañana del 7 de agosto de 2014. «Estábamos todos durmiendo cuando oí sonidos: gente gritando. Como Sabah estaba enfermo, desperté a mi hijo mayor Tony y los dos escuchamos que gritaban en la calle: “Qaraqosh ahora es nuestro”. Siguieron días de ansiedad. La familia estaba dentro de su casa, todos juntos en una habitación. Las luces apagadas, usando la luz de un cigarrillo para poder ver. Por la noche escucharon cómo el ISIS recorría las calles echando abajo puertas de las casas. Oramos mucho juntos y nos prometimos estar juntos», recuerda Sana . «Ese era nuestro consuelo, tenernos los unos a los otros».
Hay un momento que se le quedó nítidamente grabado a Sana, y que le da esperanza sobre su hijo Issa: «Una noche estaba durmiendo en mi regazo y de repente abrió sus ojos. Le pregunté qué le ocurría. Me dijo que había tenido un sueño en el que Jesús descendía en ropas resplandecientes. Y miró a Issa y le sonrió», dice ella.
El momento en que ISIS encontró a la familia es de sorpresivo anticlímax: habían pasado dos semanas desde que ISIS entró a la ciudad, y dos hombres vestidos de paisano echaron abajo la puerta y encontraron a la familia con los brazos levantados, por el miedo.
Sana recuerda cómo temblaba el pequeño Issa. Pero los hombres estaban vestidos con ropas normales y hablaron de una manera amable. «Le dijeron a Issa: “No temas, estás a salvo. Solo queremos saber si hay armas”. Registraron la casa para comprobarlo y se fueron. Días después un imán vino a traernos comida».
Al tercer día convocaron a la familia para ir al hospital. «Tú tienes que ir en un autobús a Ankawa (el barrio cristiano de Erbil)», dijeron los hombres vestidos de paisano. «De nuevo nos dijeron que no nos preocupáramos», dijo Sana. Pero al llegar al hospital, lo que vio le preocupó: «Los hombres de ISIS que vi allí no iban de paisano, sino vestidos de negro y con armas. Estaban asustados, dispararon y no volvieron a ser amables con nosotros».
El hospital estaba lleno. Los autobuses iban y venían. Sana estimó que, cuando llegó, habría unas 30 personas esperando fuera del hospital. «Recogieron nuestros carnés de identidad. Tony estaba muy nervioso y preocupado por mí. Pero cuando les preguntó qué me iban a hacer, le apuntaron con una pistola para dispararle».
Robaron las cosas de valor que tenía la gente y separaron a los hombres de las mujeres. «Ese fue un momento difícil para nosotros», comparte Sana. «Mis hijos estaban muy asustados. Nunca habíamos estado separados. Nos dijeron que nos volveríamos a ver de nuevo en Ankawa, que no debíamos preocuparnos. Issa estaba aterrado. La última cosa que me dijo fue: “¿Dónde vas a ir, mamá?”»
El corazón de Sana fue quebrantado cuando la pusieron en un autobús sin su marido y sus hijos. «Pregunté a uno de los miembros de ISIS: “Por favor, dime dónde llevas a mi marido”. Pero él me puso la pistola en la cabeza y dijo: “O te callas o te disparo”.»
Han pasado siete años desde entonces.
Sana no ha vuelto a ver a sus hijos y a su marido.
Con un pañuelo de papel Sana seca los ojos. Ya no derramará más lágrimas verdaderas nunca más. Las ha vertido todas. Las horas que pasó en oración llorando no pueden contarse. Sus cabezas están llenas del estrés de su propio desplazamiento. Ha mantenido su historia secreta y fue reacia a incluso a ir a la iglesia. Ella y su hija van por su cuenta.
Sana y su hija añoran a sus tres hombres cada día: «estábamos muy unidos», dice Sana. Pero el reto de las dos va más allá del aspecto emocional de echarles de menos: en un país de Oriente Próximo como Irak, no es normal que las mujeres vivan solas. Está mal visto; las cosas cotidianas resultan más difíciles: de los documentos oficiales en el hogar se encargan los hombres, y algunos lugares no son seguros para ir las mujeres solas.
Tras nuestra conversación, Sana nos da permiso para dar a conocer su historia a uno de los sacerdotes de su comunidad. Al día siguiente hablamos con el padre Ammar. No conocía la historia de Sana, pero directamente preparó una visita a su casa la semana siguiente.
No es ninguna sorpresa para el padre Ammar que Sana no haya compartido su historia antes: no es la única superviviente del ISIS que la ocultó. Es ahora cuando más y más historias de cristianos cautivos del ISIS están saliendo a la luz: «La gente de fuera de Irak puede que conozca cómo el ISIS trató a los yezidies», explica el padre Ammar, «y está bien que así sea, porque sufrieron aún más como cautivos del ISIS. Pero lo que la gente no sabe es que además de a ellos, capturaron a un montón de cristianos».
¿Por qué las historias de los cautivos del ISIS se mantienen en silencio tanto tiempo?, le preguntamos al padre Ammar. Sonríe. «Sabes», dice, «a nuestra gente no le gusta hablar del dolor que tienen dentro, de lo que ocurrió cuando estaban con el ISIS. Especialmente cuando los usaron como esclavos, como a algunas de las chicas».
Historias como la de Sana son solo la punta del iceberg y los excesos del trauma general de la iglesia iraquí tras un periodo de dura persecución. «Hemos reconstruido algunas de nuestras casas e iglesias», dice el padre Ammar. «Pero ISIS destruyó mucho más que eso: destruyeron seres humanos».
No hay sistema de salud mental adecuado que pueda tratar los asuntos con los que lidia hoy la comunidad cristiana. Es por eso por lo que, con tu ayuda, hemos estado apoyando iglesias como la del padre Ammar para llegar a ser Centros de Esperanza. Como apoyo espiritual y práctico, estos centros ofrecen apoyo emocional. «Gente como Sana necesitan todo el apoyo de la iglesia». El padre Ammar dice: «Necesitan a alguien que esté cerca de ellos, y escuche sus necesidades. Alguien que les ayude a encontrar esperanza en el futuro». No sabemos si Sana aceptará. Aceptar ayuda para el bienestar mental está llegando a ser algo normal, pero el estigma no ha desaparecido aún. Puede que prefiera un proyecto espiritual o práctico; esto también se ofrece en los Centros de Esperanza.
Después de la liberación de Qaraqosh en 2016, Sana llegó a tener algo más de esperanza en ver a sus tres hombres de vuelta. Pero no han conseguido encontrarlos: quizá no tienen los medios, o estén muertos, aunque de esta última opción Sana no se atreve a hablar en voz alta.
Dios es el único al que se aferra para encontrar a su marido y sus hijos.
«Mi fe en el Dios todopoderoso es muy grande. Y sigo orando para que vuelvan», dice, «son todo lo que tengo. Si Dios quiere, volverán».